Un joven se detuvo un día frente a la célebre
Esfinge, la cual resolvía los más difíciles enigmas,
descifraba misterios, revelaba imposibles.
Preguntó: Dime, tú, que todo lo sabes, que
todo lo adivinas: Soy yo culpable de los actos
de mi esposa? Como puede eso ser posible
si ella siempre hace lo que quiere, siempre
lo ha hecho, ese es su derecho? Dime Tú
quien todo lo sabe, todo lo adivina, si soy
responsable de los actos de mi padre? Lo dirá
el Libro de los Salmos, pero no se puede
aceptar eso. Tampoco puedo aceptar ser el
culpable de lo que hagan mis hijos. Yo les
enseñe lo que debía ser correcto, cada uno
de ellos hizo lo que quiso, sin remedio ni
otras mojigangas. La Esfinge callaba. El
no aguantaba ya más. La increpó dura-
mente: Dime, al fin, estatua del demonio –
no puedes hablar pero hazme una señal
con las patas que tienes bajo tus garras.
Respondió sacando la pata derecha bajo
su garra e hizo un gesto negativo. Cada quién
es responsable de sus actos, dijo la Es-
finge y se quedó callada. No ha respondido
más preguntas desde entonces, y pasó a ser
leyenda de todos los pueblos de la tierra.