Muere peleando, hijo mío; no dejes, como a mí, que te domine
el miedo; no mueras de rodillas; morir de rodillas es cosa de
gusano y tú no eres gusano; eres aguilucho de alto vuelo y ni-
do en las alturas más altas de los Andes. Muere como un hombre –
los hombres mueren peleando, no tirados en el piso, pisoteados,
escupidos por un mal hombre en mala hora se atravesó en tu camino.
Muere de pie, como los árboles; los árboles son seres vivos;
no doblan sus ramas ni ante el viento más salvaje; vuelven a incor-
porarse una vez pasa el viento que los dobla, limpio, viento del sur
que cambia dirección a cada instante. Muere de pie, pueblo mío –
no te doblegues ante una mafia de ladrones inclementes
reunidos en un espireo congreso donde nadie entra sin
taparse la nariz con un pañuelo. Entra con la frente
en alto, defiende tus preciosas libertades; calla la
canalla que no quiere dejar que tú les hables, aunque
tengas tú la razón y ellos los irracionales.
Levanta la bandera, esgrime el arma si es necesario.
No cometas torpezas aunque torpe quieras ser, al no saber
defender lo que a tí y nosotros interesa. Salve pueblo mío!
Llegó la hora. Abre esa puerta. Deja entrar la turbamulta
que ruge afuera; después, camina entre ellos, pausado y
firme. Ellos esperarán un momento pata alargarte el sufri-
miento, después te clavaran su espada en el pecho.
Tú, te dejarás caer, desde tus pies, sin doblarte hasta el suelo –
quedarás de cara al cielo, mirando al sitio donde deberían
estar las estrellas llorando su luto y tu duelo. Cuando después
de la batalla, perdida pero ganada para la gloria eterna, se reúnan
todos tus compañeros muertos para rendirte honores se oirá
una voz, la de la Historia, de riguroso negro, que te invoca:
GENERAL PUEBLO!! y la Historia, responderá en silencio:
PRESENTE, COMPAÑEROS!!!