Gritó enfurecido el marido a la esposa en medio de una discusión
sin ningún motivo. Sólo queda separarnos, fué su sentencia
al final del altercado sucedido. Nada? pensaron los dos al mismo
tiempo. Y esos hijos, mirando con asombro la disputa feroz entre
sus padres. Ellos, pensaron los padres son fantasmas de un amor
desaparecido? Nosotros, pensaron los hijos somos nuestros propios
fantasmas, que nuestros padres no eran también fantasmas de sí mismos.
Fué tal el dolor agudo que sintieron, infarto en desarrollo, no hubo
tiempo de detener el estallido de arterias víctimas de malos entendidos.
Los enterraron los hijos, en un mismo sitio, lado a lado, unidos en muerte
como no lo estuvieron en vida. Ahora, cuando los hijos decidieron casarse
cada uno por su lado, resolvieron en tácito acuerdo
no firmado: jamás habría entre ellos ni un sí, ni un no, ni un quizás, ni a lo mejor
ni quién puede saberlo. Jamás discutieron, jamás se dividieron –
todo lo hacían juntos, ellos con sus hijos, sus hijos con ellos.. No pudieron
nunca distinguir quién era quién, cual cual, tan grande semejanza
no hubo quien pudiera delinearla de quién era cada cada.
Una huerfanita presenciaba los hechos, en espera de ser
adoptada por alguna pareja sin hijos, y hubiese algo entre
marido y mujer, cemento duro soldadura armada, preguntaba
a quien quisiera oírla: qué pasa con aquellas parejas sin hijos?
Ese es otro cuento, contestó la magistrada. La última pareja sin hijos
en este Tribunal, decidieron separarse; ahora viven, uno en
Canadá, el otro en los Estados Unidos, frontera de por medio.
La huerfanita, gozosa, lanzó un susurro: pero eso es seguir juntos!
Yo quiero que me adopte esa pareja!. Lo consiguió, ahora los separados
tienen algo en común: son felices. Buena treta! pensó el poeta. La
magistrada salió a buscar en los asilos de huérfanos, a quien adoptar
teniendo algo en común, la Juez y el abogado de la Judicatura con respuesta
a los casos de divorcio tan frecuentes en esta época y en ese tribunal
donde regentaba la Magistrada Jueza. Agpto dos, para mayor abundamiento.
Ahora, felices, magistrada y juez tienen algo en común, dos bellos hijos
por quienes vivir, trabajar, confiar y esperar. Allí están, en la dulce espera
de otro hijo, concebido por ella. Dios había intervenido, metido su mano
hecho el milagro. Tendrás un hijo! será mi hijo, será un Dios!
Fue su sentencia. Hoy tienen en común: dos ángeles y un Dios. Todos los días
le rezan a a Dios, al hijo y al Espíritu que entre ellos residía.