LA CASA FRENTE AL MAR
o El escondite de Armando
o Armando’s Hideaway
Era una casa de inigualable belleza. Parecía un cuadro de algún célèbre pintor realista. Estaba acurrucada en un sitio recluído de la playa, difícil acceso, protegida de los vientos del Caribe. Por grandes ventanales de vidrio, de piso al techo, techo doble altura, vidrio por todos los costados, acceso al paisaje, perfecto. Un hombre de mediana edad, barba incipiente, de pie, frente al mar, parece pintarlo, sólo lo contempla. Es la visión de tal belleza, digno motive de pintor paisajista.
La casa es un enclave autosuficiente, con todos los recursos necesarios para varios meses: abastos, ropajes, útiles, artículos de tocador, todo lo necesario para varios meses sin salir de casa, sin nada que hacer excepto bajar al mar todas las mañanas, caminar por las arenas de la playa desierta, un kilómetro de ida, otro de vuelta. Ah, ya lo olvidaba, pero ella lo hizo recordar, sonrisa pícara en la cara: también amar a la mujer amada, a orillas del mar.
Siempre es el mar, recordaba un verso célebre, donde mejor se ama.
Luego, por las tardes, sentarse, cómoda silla de extensión, reclinable, a oír la oración del mar. Y quedar dormidos ambos por el arrullo de las olas suaves.
Hoy ya no queda nadie, la casa ya no está, la playa está vacía. Todo se lo llevó el deslave. No hubo quien quisiera reconstruir la casa ni vivir en ella. Dicen sin embargo, los que dicen cosas, hay noches de luna en la playa, en la cual se observan dos figuras, hombre y mujer, caminando desnudos por la playa. Los curiosos, aquellos nunca faltan, quienes se acercan a verlos, encuentran sólo la playa vacía, y sólo dos pares de huellas en la arena. El mar las moja en su área, las huellas no desaparecen. Persisten. Insisten. Y hoy, cuando ya no existen ni los protagonistas, ni la casa, sólo se ven las huellas inmortales de un amor inextinguible Vayan a verlas, ustedes, incrédulos de siempre. Quizás se contagien de amor eterno, único amor. Vale la pena vivir y morir por eso.